Juradó
Javier Álvarez Viñuela
Juradó está ubicado en la parte septentrional del Chocó, sobre el Pacífico. Su posición geográfica, en consecuencia, lo hace un municipio fronterizo con la vecina República de Panamá. Por esa misma condición es merecedor de ciertas prerrogativas, en el marco de la ley de zonas de fronteras, por citar algunas. Sin embargo, su desarrollo y crecimiento económico, social, cultural y tecnológico, creería que ha sido a base de la pujanza misma de sus gentes.
Conozco poco o nada de Juradó. Su nombre está asociado a todas aquellas personas o estudiantes que un época atrás de mi generación y, de ésta hacia adelante, y hasta un período muy corto, llegaron a estudiar masivamente al Instituto Agrícola de El Valle. Así, conocí jóvenes que llegaron a cumplir con sus compromisos académicos; buenos y extraordinarios futbolistas, o emprendedores que se dedicaron a las artesanías y a la panadería como modo de derivar su manutención o ganarse honradamente la vida.
Escuché de Juradó su vocación pecuaria. Siendo niño, mi padre me comentó que de allá se traían los mejores especímenes bovinos. Una especie cebuína de raza guzerat, con unos enormes cuernos. Los dos primeros sementales que conocí fue el que adquirió el Instituto Agrícola y Oliverio Arroyave, luego de transportarlos vía marítima por más de tres horas de viaje, al cruzar el amplio golfo de Cupica.
y escuché que a Juradó la llamaban la “Isla del Encanto”. ¿Isla?, me interrogaba a sí mismo. No le pude encontrar sentido al bautizo que le daban; o por lo menos el doble que pudiera tener con otra que en verdad conozco del Caribe, en las Antillas Mayores. Pues ningún municipio del Chocó está en área insular de su jurisdicción, pero como somos dados buscar semejanzas, y no para que se pareciera a Puerto Rico, sino porque su belleza es inigualable.
Ahora, digamos que físicamente jamás habrá parecido entre Juradó y Puerto Rico- que es conocido como la Isla del Encanto, como dice la canción del Gran Combo-. A muchos no les fastidia que le digan que se parece otro, salvo que no sea famoso o feo. Conozco casos que en los que los acosos por los sobrenombres han enloquecido o desterrado a la gente. Hubo un señor que apodaron Tamuga: lo enloquecieron y lo desterraron de un pueblo.
Y, vuelvo a Jurado para decir que muchos años después lo conocí por cuestiones laborales. Al llegar al muelle donde atracan las lanchas que prestan el servicio de transporte, puse a prueba mi complexión física de extranjero atípico, ante los miembros de la policía. ¡Sus documentos!- preguntó el agente.
¡No! ¡Déjelo que siga¡ Fue la defensa más fácil y eficaz que me hizo un juradoseño.
Alguien tuvo que advertirme los estragos y huellas que dejó la violencia, tras la toma de ese pueblo, por un grupo ilegal. Y si la zozobra que le causé al uniformado lo alertó, quedan, en los juradoseños, sus grandes enseñanzas, que, sin dolor ni odio, han servido para reconstruir identidad como etnia, sin que la atrocidad del fuego los hiciera buscar otros paraísos, en los que pudieran tratarlos con discriminación o migrantes, como ocurrió en Las Uvas de la Ira, del Nobel de Literatura John Steinbeck.