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Editorial

El deterioro de la moral

El deterioro de la moral social es hecho incuestionable en el tiempo que nos corresponde vivir. De los valores aclima­tados, destacados y universalmente aceptados como patro­nes éticos de la humanidad, nos va quedando un ridículo saldo de principios paralelos -lejanos, muy lejanos- del có­digo de honor adoptado por consenso para salvaguardar la convivencia civilizada en comunidad.

Antes de que se desplomara y disolviera en medio de sus errores y excesos la última gran gesta del pensamiento clá­sico, los romanos le legaron a nuestra especie el compendio de guías y enseñanzas, compatibles y necesarias para el ser­vicio del poder en una sociedad civil y para coexistir en ella, con arreglo a reglas de respeto común. Las religiones sobre­vivientes, abrevaron en ese formidable y sustancial pozo académico heredado de la madre Grecia. No matar, no robar, no mentir, no defraudar el erario pú­blico, no incestar, etc, etc. Y edifi­caron cada una de su talante y en consonancia con las peculiarida­des de sus pueblos, tradiciones y religiones, el monumento de sus creencias, hoy imposibles de cambiar: en común tienen, todas esas herencias terrícolas que ex­presan lo mismo: una coincidencia hacia la prevalencia de valores y conductas cuya observancia es consustancial y obligante al comportamiento del hombre en sociedad.

¿Qué ha ocurrido? Hemos sido testigos de la tendencia en auge que cada día actúa la decadencia de tales patrones, y el reemplazo por sus antónimos, sin que conozcamos los fun­damentos validos del sistema filosófico en que se escudan. Como todo lo vergonzante, su auge es el aprovechamiento personal con abstracción de toda consideración local, el in­dividualismo a ultranza; lo lúdico, lo concupiscente, la sa­tisfacción egocéntrica de la envoltura carnal y de los senti­dos primarios.

Y, claro, tal postura condicionante es, desde luego, deter­minante en el comportamiento social y público. Merced a este fenómeno, los narcotraficantes son vistos como mo­dernos Marco Polos; los asesinos equiparados al David bí­blico; los ladrones como reencarnación de Robin Hood.

Lo que se avizora no es la prevalencia de los valores an­cestrales, sino la consolidación y florecimiento de la heren­cia de perdición amasada en esta época de decadencia. La familia, el honor, la honradez, lo justo, el civismo, la políti­ca, el bien publico, el pudor, la solidaridad y el temor de Dios, etc, hacen ya parte de un catálogo en desuso del cual se burlan los cada día más numeroso feligreses de las nue­vas sectas.

Por ello, en el Chocó, la cárcel de Anayancy cuenta con huéspedes cé­lebres, aún cuando son más los que disfrutan de impunidad. Es fruto de la tentación y de las ansiedades que ge­neran la doctrina del enriquecimiento fácil y del goce inmediato, las vidas frustradas de gentes jóvenes que equivocaron el camino y feriaron oportunidades irrepetibles. El demo­nio de la avaricia, la vanidad y la so­berbia ha contaminado todas las esferas del poder civil. Con patente de corso, los bienes mal habidos se ostentan con desafío. Los más osados no dudan en la contrata criminal para eliminar por la vía rápida a su contraparte.

¿Para qué extendernos y repetirnos sobre lo conocido, de­nunciando y trajinado? Abundan los casos y situaciones que éste medio ha informado. Las autoridades judiciales las ignoran o precluyen cuando en la opinión general existe convencimiento de culpabilidad, es decir, sanción moral a falta de justicia penal.

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