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Editorial

La subienda anual de pescado

Los ribereños del río Atrato están de plácemes con la subienda anual de pescado, que esta vez mejoró en relación a los años anteriores, a pesar de la destruc­ción de varios de sus afluentes y de muchas de sus ciénagas por la irracional deforestación y el caos minero.

Cuyos primeros signos apuntan a que será abundante en las conocidas especies vernáculas, tan gratas al paladar y a las costumbres gastronómicas de los chocoanos.

El bocachico ha regresado y alegra la cocina de los cada vez más empobrecidos habitantes del Atrato, eleva su ánimo y sostiene sus expectativas de vi­da por un lapso de bonanza que no se extingue con el fin de la subien­da, porque lo que no alcanza a co­mer, ni vender, se sala. Y, es que una vez salados o en salmuera y secos para muchos, los productos de nuestro río se vuelven más ape­tecibles y acrecen su estimación, tanto como suele suceder en Espa­ña y los países nórdicos con el ba­calao y las anchoas.

Y produce mucha nostalgia comprobar que muchas espe­cies están reducidas al mínimo o extinguidas. Como el deli­cado y espectacular dentón, la exquisita sensualidad de la doncella, la sutil textura del bagre, el quícharo con su indes­cifrable y exótico conjunción de olor y sabor, el barbudo y los guacucos –dignos de una mesa real, al decir de un céle­bre personaje ya fallecido– y otras exquisiteces que se nos escapan.

En el Magdalena, principal corriente fluvial del país, tam­bién la subienda madrugó esta vez, pero las secuelas de su trágica depredación unida a los efectos cada vez más noci­vos de su martirizada cuenca, cloaca de todo tipo de dese­chos industriales, dejó literalmente con las atarrayas en las manos a los pescadores.

Ojalá y ello no ocurra en el corto plazo en el Chocó. Entre nosotros ello representaría una tragedia, no solo para quie­nes viven y se alimentan de lo obtenido en el Atrato, sino para toda la población que se nutre precariamente durante gran parte del año, por la imposibilidad de acceder a otros renglones de la canasta familiar que, como la carne y el que­so, no están a su alcance, tal es el grado de pobreza genera­lizada, donde una taza de aguapanela –si acaso– es lo que mitiga los rigores del hambre.

Nadie conoce el drama diario de nuestros pobres para ga­narle el día a su miseria. Pocos de nuestros dirigentes, del gobierno y su bien alimentada burocracia sabe de las “carnadas que da el hambre”.

Y, desde luego, un pueblo en tales condiciones de inferioridad no puede ser libre, ni se le puede exigir com­portamientos acordes con sus dere­chos. No puede pensar. No puede ele­gir en conciencia, tiene solo el instin­to de sobrevivir, a cualquier costo.

No les importa los partidos. No les importa, ni se preocu­pan, ni entienden, donde está ni quién puede apersonar un cambio. Por eso son presas fáciles de los vivarachos, que saben que en nuestra democracia tiene igual valor el voto de un ignorante, de un lumpen o de un desesperado, que el de un delirante.

Pero pese a la digresión, lo importante, lo bueno y lo espe­rado para bien de nuestras gentes, de su calidad de vida y hasta para el proceso electoral en marcha, es que las “curules del hambre” no presidan estas y las próximas elecciones, a fin de que en el Chocó podamos elegir –así sea coyuntural­mente- los mejores concejales, diputados, alcaldes y gober­nador, sin las afugias y distorsiones que determina un estó­mago vacío.

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