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Santa María de la Antigua del Darién

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Jorge Alonso Toro Moreno

Tuve la fe­liz opor­tunidad de hacer presen­cia en el esce­nario primi­genio de la conquista de América por los invasores españoles y vi­vir así, recons­truyendo en mi interior aquellos pasajes históricos que conlleva­ron a la fundación en 1511 y pos­terior destrucción en 1523 de la primera ciudad hispana en el con­tinente americano. Reflexionar allí, parado, mirar alrededor y sentir ligado a la feraz naturaleza, la fuerza de los espíritus que sen­taron un precedente infructuoso a costa de sus vidas y que aún espe­ran que la historia les haga justi­cia.

Vivir la historia es esculpir nuestro espíritu. Al conocer el si­tio en donde se fundó a Santa Ma­ría de la Antigua del Darién, ob­servar el entorno, sentir la soledad solemne y el silencio sobrecoge­dor del lugar, unido a la magnifi­cencia pródiga del entorno, uno se transporta inevitablemente en el tiempo y reconstruye imagina­riamente todo lo allí acontecido, evocando la perseverancia y la re­ciedumbre de Vasco Núñez de Balboa, la ambición desmedida y torpe de los invasores, frente a la inteligente diplomacia de Pan­quiaco, la resistencia de Ponca, Abraida, Abenamachey, Careta y Cemaco, el gran guerrero. La se­rranía tutelar de La Iguana y el es­tuario de La Antigua que daba al Atlántico y la comunicación con el gran río Darién (hoy Atrato), hablan de una gran visión estraté­gica, punto de partida para el gran nuevo descubrimiento del Océa­no Pacífico.

Santa María fue un sueño que no pudo ser por la ambición des­medida, la perfidia y la confabu­lación de un hombre simbólico como Pedrarias. De haberse reali­zado el sueño del descubridor del Pacífico, seguramente el desarro­llo del Chocó biogeográfico sería otra realidad proyectada a la Cuenca del Pacífico.

 

El asesinato de Balboa y la destrucción de Santa María, con la fundación y surgimiento de Panamá, visibili­zó al territorio del Darién y propi­ció las condiciones para el cierre a la navegación por los ríos Darién (Atrato) y San Juan, que eran vías expeditas hacia el Perú.

Allí ahora, en vez de una répli­ca que concite, solo hay un pe­queño caserío. Y apartada y soli­taria una capilla a merced del co­mején, a la que cada año, en agos­to, visitan los peregrinos, en un acto lúdico-religioso, como si fuera una excusa a la desidia ofi­cial o a la indolencia de un pueblo que mira con desdén monumen­tales símbolos, que podrían servir de lección para que no se siga re­pitiendo la historia.

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