La democracia debe generar identidades. El elector debe tener alguna semejanza con el elegido. Por ejemplo: pertenecer al mismo pueblo o región, desarrollar la misma actividad laboral, tener en común interés sobre la tierra, la educación o el trabajo, etc, etc. Si lo anterior es correcto, quiero preguntar: ¿qué semejanza o identidad puede existir entre una costurera casi ciega de Ambalema, en el Tolima, con Marta Lucía Ramírez, quien compra la ropa cada diciembre en la Quinta avenida en Nueva York? ¿Qué identidad pueden tener Maria Fernanda Cabal y una mujer afro que lava montañas de ropa por contrato en cualquier lugar de la orilla del río San Juan en el Chocó? ¿Que punto de encuentro puede existir entre un taxista de Medellín, de esos que recogen pasajeros en el Palo con Ayacucho y Germán Vargas Lleras, a quien su chofer privado recoge desde niño en el Club El Nogal en Bogotá?
¿Que clase de relación real y sincera puede existir entre Iván Duque, hijo de alguien que ocupó un ministerio, y un joven desempleado de Soacha, al sur de Bogotá? ¿Qué relación respetuosa y digna puede existir entre una pareja de homosexuales recién casados y Alejandro Ordóñez Maldonado?
Sin embargo, resulta imperativo, abordar la afinidad ideológica y nuestra inveterada costumbre de obedecer con sumisión suicida lo que nos imponen. El elector está amarrado, en la mayoría de los casos, por lazos invisibles que no tienen existencia real ni relación con nuestras conveniencias. Dicho de otro modo: votamos sin criterio. No nos identificamos con el espejo sino con espejismos. La democracia misma padece una grave enfermedad que solo puede curarse con el bálsamo infalible de la educación. Así las cosas, el mejor líder es aquel que educa para el inconformismo y la duda y no el que profetiza, como mesías iluminado, el camino a seguir.