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Frivolidades y celebraciones

A propósito de los 70 años de vigencia de la ley 13 de 1947, que elevó a la categoría de departamento a la antigua intendencia del Chocó, han surgido diversas interpretaciones sobre el devenir del ente territorial, el desempeño de la actual dirigencia política y el cumplimiento de los objetivos planteados por los ilustres promotores de la idea de departamentalización. La efervescencia del momento ha provocado que hasta el más humilde de los chocoanos, ebrio de regionalismo en un corrillo de esquina, emita su concepto sobre el pasado, presente y futuro del departamento.


Haciendo comparaciones, los contertulios callejeros coinciden en advertir una gran diferencia entre las ambiciosas metas trazadas por los padres del departamento y la cruel realidad con la que nos tropezamos a diario. Tienen razón. En siete décadas de vida institucional el retroceso es palpable. Pasamos del reconocimiento de la nación por nuestra prospectiva a la amenaza de inviabilidad como ente territorial.


El desgreño de la dirigencia criolla y la indiferencia del establecimiento andino han condenado al ostracismo a un territorio que posee todas las condiciones para ser el rincón más próspero de la patria y la mejor esquina de América: costas en ambos mares, aptas para la explotación pesquera, el turismo y la proyección portuaria; extensas selvas con la más fina gama de árboles maderables; multidiversidad de factores bióticos; subsuelo rico en metales preciosos y, lo más valioso, un inmenso capital humano ávido de oportunidades laborales para resolver su drama existencial.


No obstante esas potencialidades, en el Chocó existen comunidades viviendo en estado primitivo, sin energía eléctrica, vías terrestres, servicios de salud, alcantarillado ni agua potable. A eso debe sumarse la zozobra por la presencia amenazante de actores del fatídico conflicto armado que baña de sangre al país. El panorama no puede ser peor: miles de desplazados sofocándose en Quibdó y haciendo más caótica la situación social de la ciudad; desempleo desbordado por la ausencia de industria y apoyo a emprendimientos individuales; corrupción desaforada, al punto que después de cada período de gobierno al menos diez alcaldes terminan tras las rejas o vinculados a procesos penales o disciplinarios a consecuencia de malos manejos de la cosa pública; ríos contaminados con el mercurio que vierte la minería informal; crisis sin precedentes en la UTCH y últimos lugares en términos de calidad educativa.


Así las cosas, la opinión pública en general había demostrado enorme expectativa por la manera como se abordarían estos temas en el marco de la celebración. Era de suponerse que un escenario tan desalentador y sombrío fuera tema de análisis en un gran foro departamental que arrojara luces sobre la forma de salir del fango. La conmemoración de esta fecha histórica bien pudo ser la excusa para una reflexión colectiva que determinara el grado de responsabilidad de los distintos actores de la vida comarcana. Era esta la ocasión apropiada para que la dirigencia política hiciera un categórico mea culpa y pidiera perdón al pueblo por su ineptitud administrativa y su mediocre gestión parlamentaria. En fin, se debía aprovechar el espacio para intentar una especie de catarsis generacional, a partir de la cual se marcara un nuevo camino.


Pero no hubo tal. La celebración de los 70 años de departamentalización fue un espectáculo light e insustancial, carente de intenciones reflexivas o catárticas como correspondía a la efemérides. Tuvo como actividad central un evento que sacó a relucir la banalidad y falta de grandeza de los organizadores: un reinado de belleza. Así no se puede.

Editorial

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