Colombia entera se encuentra complacida por los principios de acuerdo y el cese bilateral de hostilidades pactado hasta el próximo mes de enero entre el gobierno de Juan Manuel Santos y el denominado Ejército de Liberación Nacional, ELN, la agrupación guerrillera supérstite ahora que las Farc hacen su tránsito a la vida civil. Los avances en las negociaciones iniciadas en febrero de este año en Quito, Ecuador, permiten creer que estamos ya en las postrimerías de un conflicto armado cuya vigencia de más de medio siglo lo convierte en uno de los más antiguos del mundo.
Para los colombianos es un alivio saber que por un tiempo determinado cesen las acciones delictivas de este grupo insurgente, acciones que la mayoría de veces rayan en la alucinación terrorista. Sin embargo, en lo que respecta al Chocó las noticias que llegan desde la mesa de negociaciones instalada en la capital ecuatoriana son recibidas con cierto recelo por los habitantes de las zonas donde el ELN hace presencia. Aunque los campesinos negros e indígenas de esos lugares se ilusionan con el silencio definitivo de los fusiles, todos saben que en sus territorios el fin del conflicto no está tan cerca por la cantidad de intereses que se mueven alrededor del tema de las drogas ilícitas.
Para empezar a creer en el proceso, líderes de estas comunidades centran sus expectativas inmediatas en el retiro de las minas antipersona sembradas en zonas rurales. Piden afanosamente el desminado en sus territorios, de modo que se garantice el derecho a la locomoción segura de todas las personas. Y tienen razón para estar escépticos, pues el mismo Juan Camilo Restrepo, jefe negociador del gobierno, reconoció ante medios de cobertura nacional que “el ELN en el Chocó se ha convertido en una caldera del diablo”.
El vocero del gobierno advirtió que a la mesa de diálogos en Quito le falta la representación del frente occidental de esa guerrilla, es decir la facción asentada en territorio chocoano. Razones no le faltan.
Las víctimas del ELN en el Chocó se cuentan por centenares, lo que explica la desconfianza de la gente en sectores urbanos y rurales. Más allá de las minas antipersona sembradas, sus prácticas delictivas más comunes han sido la extorsión, el secuestro, los retenes ilegales y el confinamiento de poblaciones enteras. Se responsabiliza a esta organización de secuestros sucesivos en los municipios de Río Quito, Sipí, Alto Baudó y Río Iró; sus redes urbanas son señaladas de cometer delitos extorsivos en Quibdó y han provocado el desplazamiento de centenares de familias campesinas que huyen de sus acciones violentas.
Este grupo insurgente se mueve con holgura en la región del Baudó, el Medio San Juan y el corredor vial que comunica a este departamento con el eje cafetero. Coincidencialmente aquellas regiones evidencian en forma palpable dos cosas: la ausencia o debilidad del Estado y las frondosas plantaciones de coca.
Bienvenido el cese al fuego bilateral entre la guerrilla del ELN y el gobierno, que ojalá pase de temporal a definitivo como todos los colombianos lo anhelamos. Lástima sí, que en el Chocó la zozobra no ofrezca tregua debido a la disputa protagonizada entre esa guerrilla y las organizaciones paramilitares por el control de las rutas del narcotráfico.
Aferrados a la esperanza de paz que embarga a la nación, pedimos al gobierno nacional que mientras discurren las conversaciones de Quito la situación humanitaria y de orden público en el Chocó se atienda con presencia vigorosa del Estado, de modo que se garantice la seguridad de la población civil y se mejoren los indicadores sociales en la región.