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Turismo extranjero

Javier Álvarez Viñuela

En 1988 se realizó una brigada médica en el corregimiento de El Valle, integrada por médicos y oftalmólogos de los Estados Unidos de América. Los consultorios itinerantes fueron ubicados en el convento de las monjas, adyacente al colegio de la Normal Santa Teresita. Muchos salimos con recetas para utilizar gafas, al punto que las mismas las donaban los galenos americanos.


Yo era un destacado estudiante de la asignatura de inglés, que en aquella época dictaba el profesor Ómar Valencia López, quien a base de empirismo, tenacidad y dedicación enseñaba ese idioma extranjero con pulcritud, rígidamente ceñido a la gramática anglosajona. Y, como todo adolescente me di a la tarea de esforzarme para hablarles a los foráneos en su lengua nativa. No importaba el chapurreo que pudiera hacer o el ridículo que provocaba al expresarles mis fingidos males, todo por querer satisfacer mi afición a un idioma que escribía a la perfección.


Y quién dijo miedo: “Doctor: I need you prescribe me a glasses, becouse my eyesesache”, expresé mi sintomatología. El míster me respondió y quedé como Gilberto Santa Rosa, cuando su padre lo llevó a un restaurante en Disney World, a comer hamburguesa, pero él no sabía cómo ordenar un jugo de naranja. Su padre, sin embargo, le enseñó: “Di solamente: I want three orange juices”. Y le contestó el barman: “Small, medium or large”. Gilbertito se fue llorando, según lo cuenta el mismo artista puertorriqueño.


Nos suele ocurrir que cuando adoptamos ciertas imposturas, particularmente sin que sean apropiadas en el tiempo -o en las circunstancias-, el exacerbado esfuerzo por mostrarnos ante los demás coloca a las personas en la incómoda apariencia de la medida genuina que no logran ser.


En mi caso, por ejemplo, reconozco que a pesar de procurar hablar de manera neutral, tras mi original dicción, me cuesta en grado sumo deshacerme de un arraigo lexical que es condigno a la gravedad de mi voz.


He querido reseñar mi experiencia por varias razones. En los últimos cinco años que llevo viajando a Bahía Solano, he viajado con gente extranjera.
Son turistas de diversas partes del mundo que han elegido como destino obligatorio el Pacífico, por lo que han escuchado de él. Ante cualquier interpelación que se les pueda hacerles, están en capacidad de conversar con un castellano fluido y entendible, como lo pude verificar, a propósito de mis charlas con ellos.

 

El Chocó es un destino turístico insoslayable de los extranjeros; Bahía Solano es uno de sus núcleos ecoturísticos. No tantos como antes, llegan españoles, alemanes, franceses, suizos, italianos y sudafricanos. Las visitas también las recibe de los nacionales, obviamente. Y si el desdeñoso desinterés de los chocoanos por mirarnos a sí mismos no nos privara para conocer lo que tenemos, seríamos los primeros en las temporadas para disfrutar un universo sobre una lámina de naturaleza.


Ese inglés que no pude domesticar, otros lo volvieron pasión y disciplina profesional. Y ahora ha servido para las cargas académicas de los colegios. En la región, los extranjeros son capaces de prescindir de traductores nativos -si los hay-, porque saben que no se maravillarán con escuchar su idioma mal pronunciado.


Así, para quienes intentamos con las lenguas inglesas, galas o teutonas, confirmamos nuestro mayor complejo de inferioridad, que, en nuestra propia casa no nos sacaría de apuros.

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