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Lo que le faltaba al Chocó, el veto de Trump

Algún comentarista callejero dijo con tono de preocu­pación, mientras ojeaba los titulares de Chocó 7 días, que los quibdoseños vivimos como en una ca­sa por cárcel. El anónimo personaje sustentaba su afirma­ción teniendo como referente la escandalosa ola de asesina­tos que se registran en la ciudad, la existencia de fronteras invisibles entre las zonas que la componen, la presencia de bandas juveniles dedicadas al pillaje en los barrios y las po­cas posibilidades que les quedan a los ciudadanos para salir a sitios de recreación al aire libre, bien sea por cuidarse de la contaminación mercurial de las quebradas o por temor a los piratas terrestres.

El símil es acertado, aunque no hace falta consultar las páginas de la prensa local para darse cuenta del gran peligro que a diario corremos los habitan­tes de esta Villa de Asís, ubicada en los primeros lugares cuando se enumeran las ciudades capitales más inseguras del país.

El número desproporcionado de asesinatos y el aumento de la de­lincuencia en todas sus formas, han obligado a los quibdoseños a abandonar sus rutinas, con lo cual también se cambió la imagen de ciudad trasnochadora y rumbera que hasta hace pocos años tenía Quibdó.

Las puertas abiertas hasta bien entrada la noche, la tertulia entre vecinos y el juego de dominó en el patio posterior son cosas del pasado. El pánico se tomó la ciudad.

Pero el tema de la violencia y la inseguridad en el Chocó no se circunscribe solamente a su capital; la zozobra se ha extendido a poblaciones como Istmina y Tadó que acarrean los mismos problemas sociales de la urbe mayor: desplaza­miento, pobreza, desigualdad y desempleo.

Mirando más ampliamente, fuentes de la Fiscalía han re­velado que los índices de criminalidad el año pasado se des­bordaron al 271% en las regiones del Darién y el Bajo Atra­to chocoano.

La sensación de miedo e impotencia es similar en los mu­nicipios del eje del Baudó, medio y bajo San Juan y los es­cabrosos límites con el norte del Valle del Cauca. Todas estas zonas constituyen un área de disputa de distintos acto­res armados, interesados en el tráfico de drogas y armamen­to.

Para empeorar las cosas, aquella prevención que mues­tran nuestros connacionales para venir al Chocó, un recelo inmerecido e indignante por demás, ahora se expande a to­do el orbe por cuenta de las recomendaciones de cautela que recientemente ha hecho el gobierno de Estados Unidos a sus ciudadanos.

 

Las alertas emitidas por el Departamento de Estado del país del norte, advierten sobre los riesgos de viajar a depar­tamentos colombianos como Arauca, Cauca, Chocó y Nor­te de Santander por “Los delitos violentos como homicidios, asal­tos, robos a mano armada, se­cuestros y extorsiones” a los cua­les estarían expuestos.

 

Varias veces nos hemos referido al enorme daño que a la población chocoana le ocasiona la presencia de grupos irregulares en su territo­rio, entre ellos el ELN.

 

Y en gran medida las sugeren­cias de precaución hechas por la Casa Blanca a los suyos se sustentan en el accionar de esa organización guerrillera en los departamentos referenciados. Es cierto entonces que los hostigamientos, amenazas, extorsiones, secuestros, retenes ilegales y demás acciones de este grupo van en contravía de la supuesta liberación que anuncian en su nombre.

 

Como lo infiere el desprevenido comentarista que men­cionamos arriba, hoy los chocoanos estamos presos en me­dio del conflicto y la delincuencia común.

Solamente nos faltaba el veto de Donald Trump, que para aumentar la paranoia recomienda a los viajeros de su país que antes de venir a esta zona se inscriban en el programa Smart Traveler Enrollment Program (STEP) para recibir alertas oportunas y hacer más fácil la localización en casos de emergencia.

Editorial

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