Lo que queda de Guayabal
Guayabal era hasta hace un par de décadas un poblado tranquilo y alegre caracterizado por la amabilidad de su gente y la belleza de los dos ríos que lo circundan: Hugón y Guayabal, que entrelazados llevan sus aguas hasta el río Atrato. El paseo de olla de las familias y vecinos o la caminata de las escuelas y colegios de Quibdó tenían a este apacible pueblito como su destino más próximo.
Allí los esperaban los Valoyes o los Mena, que son los apellidos tradicionales de esa población. Guayabal, antes que Tutunendo y otros lugares como Tanando e Ichó, era el sitio de mayor concurrencia el día primero de enero, cuando los quibdoseños le dan la bienvenida al año nuevo.
Sin embargo, hoy lo que queda de Guayabal es el rescoldo de una riqueza cultural y aurífera dilapidada de forma irracional en estos años de crisis. De un momento a otro decayeron las fiestas en que se rendía honores a San Benito de Palermo, una de las pocas divinidades negras del santoral católico.
Los ríos se inundaron de mercurio hasta convertirse en un lodazal anaranjado y espeso en el que tomar un baño representa un peligro para la salud.
Los actores armados hicieron del acogedor poblado su lugar de campaña ante la mirada atónita de los pocos habitantes que se atrevieron a quedarse. Hoy la vía que de Quibdó conduce a Guayabal es un teatro de tortura y Duatá, el arroyo que queda a medio camino, es un expedito lecho de muerte.
Tristemente, así como otros pueblos aledaños a Quibdó, Guayabal también ha sido un foco para la piratería terrestre, como lo denunciamos en una nota editorial pasada. Su aislamiento y abandono lo ha convertido en territorio propicio para que se cultive el bandidaje en todas sus formas, deshonor que comparte con la convulsionada zona norte de Quibdó, su vecina y compañera de infortunio en esta espiral de violencia. La desidia y el desprecio demostrado por las autoridades responsables han convertido el área en corredor de diversas agrupaciones delincuenciales, que la utilizan para el tráfico de las drogas y armas alimentadoras de la criminalidad en la ciudad.
Dicho con toda franqueza la zona norte de Quibdó, con su extremo de ignominia en Guayabal, nunca ha sido prioridad para las autoridades civiles y de policía. Este descuido ha provocado que aquel sector se convierta en zona de recreo de organizaciones criminales y que por allí ingrese parte de la droga que se comercializa en la ciudad. A esa desoladora circunstancia se suma que el área está circundada por varias fuentes hídricas que sirven de vasos comunicantes para el tráfico de los negocios ilícitos.
Es precisamente allá, y en esas especiales condiciones, donde se incuban las más tenebrosas bandas juveniles que atemorizan a los quibdoseños. Es este el problema social que todas las administraciones locales miran de soslayo, aplazando un tema que tarde o temprano se tendrá que asumir.
El fin de semana anterior se realizaron las festividades en honor a San Benito de Palermo y una junta comunal renovada estuvo invitando con entusiasmo a la ciudadanía quibdoseña a acompañar el festejo.
El esfuerzo por recuperar este evento cultural ha sido grande, sin duda, pero la afluencia de público no es la misma de otras épocas. El descontrol del orden público y el deterioro ambiental le quitaron el encanto a este pueblito y ahuyentaron a los visitantes.
Produce grima ver como se acabó Guayabal con sus ríos de ensueño, en los cuales aprendió a nadar más de un adolescente aventurero, sus playas de arena limpia y la alegría contagiosa de sus lugareños. La minería irresponsable arrasó con aquel entorno sano y, de remate, los violentos cerraron el paso hacia el mismo, mientras la mirada oficial se desviaba hacia otro lado.