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Que cese el derramamiento de sangre en el Chocó

El asesinato de líderes sociales y defensores de derechos humanos en Colombia es una realidad inquietante de la cual no se escapa el Chocó, teniendo en cuenta que este territorio es clave para los grupos violentos que en él hacen presencia. Desafortunadamente la debilidad o ausencia del Estado hace más vulnerables a los líderes de esta región, que se encuentran entre la espada y la pared por cuenta del conflicto que libran estas organizaciones armadas al margen de la ley.


Precisamente esa poca o nula presencia del Estado era una de las críticas que hacía Mario Castaño Bravo, el líder social asesinado la semana anterior en Riosucio. A su perfil como reclamante de las tierras usurpadas a los campesinos de Curvaradó, se sumaba su compromiso con la defensa de la vida, la recuperación y conservación de los ecosistemas nativos. En toda la región del Darién lo reconocían por su activismo en la protección de los derechos humanos en organizaciones como Comunidades construyendo paz en los territorios o el Consejo comunitario La Larga de Tumaradó. Su muerte estaba anunciada desde 2013, cuando se atrevió a denunciar la presencia de grupos paramilitares en la zona y su relación con empresarios palmeros, ganaderos y bananeros.


Lo que resulta aberrante es la actitud negacionista y apática del presidente Juan Manuel Santos cuando se refiere a la ola de asesinatos de estas personas. “No hay evidencia de un plan sistemático en los crímenes de los líderes sociales en el país” declaró ante medios de comunicación internacionales. Santos no encuentra relación entre estas muertes pese a las características de las víctimas: querellantes por la restitución de tierras, amigos de la erradicación manual de cultivos ilícitos, defensores del agua y el medio ambiente. Para el presidente estos homicidios se refunden entre los cientos de casos aislados que alimentan la impunidad en el país.


El asesinato de Castaño Bravo, así como el de otros líderes de restitución de tierras en el Chocó, es un indicativo de la vigencia del conflicto armado en este departamento y de lo lejos que estamos de su final. La firma de los acuerdos de paz con las Farc no ha implicado un cese de las acciones violentas en este departamento, antes bien los actores armados han cambiado de rótulo. El territorio que antes ocupaban las Farc hoy se lo disputan el ELN y las autodenominadas Autodefensas Gaitanistas de Colombia u otras organizaciones de su estilo. Y en medio del fuego cruzado de estos ejércitos irregulares se encuentra desamparada la población civil.


Comunidades negras o indígenas sufren por igual esta crisis humanitaria, agravada por los alarmantes indicadores sociales que presenta el departamento. Las principales hostilidades que soporta la población civil en el Chocó tienen que ver con amenazas, desplazamiento, retenes ilegales y confinamiento a causa de la disputa por el control del territorio. Controlar las rutas del narcotráfico y las zonas de extracción de metales es la consigna. No se puede negar que en esta dramática situación juegan un papel importante los cultivos de palma africana y hoja de coca y la minería informal como agentes generadores de violencia.


Ante este estado de cosas es necesario que se trace una estrategia de alertas tempranas para proteger la vida de los líderes sociales y defensores de derechos humanos. Urge también que se establezcan medidas efectivas para resguardar la vida de la población civil en las comunidades donde el Estado no hace presencia. El reto es impedir que los grupos armados al margen de la ley sigan generando zozobra a una población como la nuestra, cuya vocación de paz está arraigada en su ancestro.

Editorial

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