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San Pacho, ¿de cara al santo, de espaldas al país?

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Leoncio Quejada C.

Paradójica­m e n t e siendo nues­tras fiestas patronales una de las más antiguas de América latina, con más de 369 años de tradi­ción oral, cul­tural, religiosa y artística, hoy se resume en el interior del país como una simple apología al alcohol y el folclorismo.

Y todo ello a pesar que desde 1648 misioneros franciscanos llegaron al Pacífico colombiano con la imagen de San Francisco de Asís con el propósito de evangelizar a los indígenas de la región y buscar las rutas de oro en el Chocó, esta se convir­tió en la mayor expresión del reflejo de la diáspora africana en Colombia y América latina.

El propósito neocolonizador del saqueo irracional de oro se cumplió a cabalidad, excepto que las etnias evangelizadas fueron los descendientes de África por la esencia del festejo rítmico de la procesión a un santo en canoas a lo largo del río Atrato.

Desde entonces, los chocoa­nos buscamos a “través de la fe lo que la dicha no alcanza”, ser vista como institución capaz de conservar tradiciones orales, culturales, gastronómicas, aportándole al establecimiento un concepto multicultural de Estado.

A pesar de ser patrimonio in­material de la Humanidad (Unesco-2012 7.com), patri­monio cultural de la Nación mediante Decreto 2941 de 2009 y Resolución 0330 del 24 de fe­brero de 2010-Artículos 2,10, 11,12, Sentencia C-224 de 2016, con reconocimiento y protección constitucional tanto del Derecho comparado, como en control de constitucionali­dad (Sentencia C-111/17) por demandas que han exigido la inconstitucionalidad de las fies­tas patronales de San Francisco de Asís por ser declarada como patrimonio de la Nación en ra­zón a la protección del princi­pio de neutralidad religiosa, el Estado colombiano aún no jue­ga un papel protagónico al fo­mento, promoción, protección, conservación, divulgación y so­bre todo financiación de este patrimonio de la Humanidad, convirtiéndola por sustracción en una fiesta de espalda al país

A eso se añade el poco-nada liderazgo de los administrado­res de turno, incapaces de en­tender que la cultura en térmi­nos ilimitada es riqueza, es po­der.

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