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Increíble pero cierto. Colom­bia es el país de las contradiccio­nes. Durante los dos o tres años anteriores fui­mos noticia mundial positiva por el proceso de paz entre el gobierno y la guerrilla de las Farc, apoyado por todos los países, por la ciuda­danía, y hasta premio Nobel de Paz, logró el Presidente de uno de los países más violentos. Pero hoy, dos años después de esa efímera gloria noticiosa, distintas grupos mafiosos se han tomado a Colom­bia; y para infortunio nuestro, el Chocó no es la excepción.

Colombia sufre de “manipulitis” crónica y resulta inconveniente manejar los asuntos públicos y el destino de los partidos políticos ba­jo la intimidad de un lecho, por más encumbrado que sea.

El cartel de la toga involucra en forma vergonzosa a magistrados de altas cortes, a políticos y politi­quillos que tuvieron que ver con ellos; el escandaloso robo interna­cional de Odebrecht compromete a presidentes, ex presidentes, candi­datos y congresistas de varias repú­blicas bananeras latinoamericanas, donde nuestra amada Colombia se destaca con altísimo grado de co­rrupción estatal. ¿Quién lo creye­ra? Que altos mandos militares y de policías aparezcan protegiendo a jefes de tenebrosas bandas crimi­nales, y hasta vendiéndoles las ar­mas oficiales, con las mismas que se asesinan a policías, soldados, y civiles defensores de derechos hu­manos; estamos tan mal en este país, que para ser candidatos al congreso de la república, o a cual­quier cargo de elección popular, se requiere ser hijo de, o hermano de, o sobrino de alguien con un pron­tuario de corrupción y de crimen que garantice por este solo hecho el triunfo y la continuidad de los mis­mos con las mismas. Obligada en­tonces es la conclusión de que el fanatismo, el autoritarismo, el po­pulismo, el nepotismo y la confu­sión se tomaron el Estado y la polí­tica colombiana, y particularmente la chocoana.

Ahora bien, frente a este debacle, no es correcto ser caja de resonan­cia ni órgano de divulgación de po­dridos, malolientes, ni de sanco­chos descompuestos, ni tampoco de clanes familiares con sabor a trasnochados absolutismos, man­dados a recoger, por la reciente irrupción histórica del respeto a los derechos humanos, dentro de los cuales ocupan especial sitial: la li­bertad, los derechos políticos a ele­gir y ser elegido y el sentimiento filosófico en las formas de la go­bernabilidad.

No obstante a este preocupante cuadro de tragedia social, parodie­mos por ahora, en forma de con­suelo, este anónimo poema:

“Al tiempo le pido, y el tiempo tiempo me da, y el mismo tiempo me dice que el me desengañará”.

De la efímera gloria noticiosa, al infierno real

Rodrigo Córdoba Mena
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